lunes, 9 de abril de 2012

Mis tristezas ...

...una vez me dijeron que las tristezas nunca nos abandonan...

Desde ese día las trato como amigas que nunca fueron invitadas a la soledad de mi fiesta privada. Como las que se antojan de lo que comes, pero no te dicen, pero te miran fijamente hasta que le ofreces y con descaro de mentirosa artimaña te dicen “no, gracias”. Pero siguen mirando desde la esquina, como esperando tus migajas. Malditas amigas. Llegas a odiar tus tristezas porque no te abandonan y están esperando el mínimo momento para morder las felicidades que dejas caer transformadas en sobras de pan. Aprendí a ofrecerles mi felicidad con insistencia, ponérsela en la boca, repetir hasta el cansancio hasta que mordiera. Y entonces mi tristeza poco a poco se va contaminando de mi engreída felicidad. Sí, engreída. Porque también he aprendido que nos apasionamos las soledades como si nos fueran a retribuir la dedicación.

Las tristezas mías son ya mis amigas. Se visten con vestidos de flores que las obligo a oler. Las obligo a verse bellas. A que se desgarren conmigo en una película de muñequitos en ese momento donde la tristeza ajena salta de la pantalla como agresividad tridimensional, pero no, es mi tristeza que va a su rescate. Mis tristezas están en la almohada que acompaña mi cama, cuando nadie me acompaña. Mis tristezas se hablan entre ellas imitando una amistad cómplice de mis oscuridades. Pero su perversidad es mi perversidad. Entonces, me siento entre ellas a escucharlas, como niño que escucha abuelas hablar de historias viejas muy muy viejas. Esas, mis historias.

Mis tristezas han aprendido a usar perfume para disimular su hedor a mustio. Han aprendido a olvidar los nombres y con él, los sabores, olores y el timbre de la voz. Han aprendido de matemáticas simples. A calcular el alto de mis sombras por la hipotenusa de mis figuras corpóreas y sacan el cuadrado perfecto de mis bellos momentos con la facilidad que se devoran mi sonrisa. Caminan conmigo hasta cuando están vagas para salir. Me discuten con altanería filosofal mi existencia y luego se miran los adentros, señalan su hilo entre ellas y yo, y regresan a la conversación sobre la brevedad de un sorbo de café.

Mis tristezas están domesticadas. No le digan por favor a mis tristezas que las he transformado...

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