Muchas veces parecemos estar esperando un mundo. Una señal del Olimpo. Las plumas sueltas de las alas de los ángeles. Parecemos esperar, sin saber lo que esperamos. Pero creo que lo hermoso es poder un día saber identificar...quien llegue.
Quien llegue lo dirá con la mirada. Con la nota en sol que salpique de su ojo derecho directo a nuestro oído izquierdo e inicie una tonada única.
Quien llegue me dará una carcajada de regalo mientras sube su paraguas para taparnos del mundo. Y dentro del paraguas tendrá un cielo pintado con mi sonrisa.
Quien llegue conocerá cada tonada de mis suspiros.
Quien llegue no necesitará invitación porque tendrá la llave correcta, de la puerta correcta, de cada uno de mis rincones. Y no le temeré, le estaré esperando.
Quien llegue sabrá que me fascinan los peluches, y la callada manera en que me ven leer. Y sabrá entonces que amo los libros.
Quien llegue no querrá dejarme nunca. No tendrá razones. En su lugar buscará espacios para verme mejor. Aunque sea con distancia en instantes precisos.
Quien llegue lo hará con paso silencioso, para escuchar mis pasos silenciosos que constantemente están en la huida.
Quien llegue, me dará razones para quedarme.
miércoles, 25 de abril de 2012
lunes, 9 de abril de 2012
Mis tristezas ...
...una vez me dijeron que las tristezas nunca nos abandonan...
Desde ese día las trato como amigas que nunca fueron invitadas a la soledad de mi fiesta privada. Como las que se antojan de lo que comes, pero no te dicen, pero te miran fijamente hasta que le ofreces y con descaro de mentirosa artimaña te dicen “no, gracias”. Pero siguen mirando desde la esquina, como esperando tus migajas. Malditas amigas. Llegas a odiar tus tristezas porque no te abandonan y están esperando el mínimo momento para morder las felicidades que dejas caer transformadas en sobras de pan. Aprendí a ofrecerles mi felicidad con insistencia, ponérsela en la boca, repetir hasta el cansancio hasta que mordiera. Y entonces mi tristeza poco a poco se va contaminando de mi engreída felicidad. Sí, engreída. Porque también he aprendido que nos apasionamos las soledades como si nos fueran a retribuir la dedicación.
Las tristezas mías son ya mis amigas. Se visten con vestidos de flores que las obligo a oler. Las obligo a verse bellas. A que se desgarren conmigo en una película de muñequitos en ese momento donde la tristeza ajena salta de la pantalla como agresividad tridimensional, pero no, es mi tristeza que va a su rescate. Mis tristezas están en la almohada que acompaña mi cama, cuando nadie me acompaña. Mis tristezas se hablan entre ellas imitando una amistad cómplice de mis oscuridades. Pero su perversidad es mi perversidad. Entonces, me siento entre ellas a escucharlas, como niño que escucha abuelas hablar de historias viejas muy muy viejas. Esas, mis historias.
Mis tristezas han aprendido a usar perfume para disimular su hedor a mustio. Han aprendido a olvidar los nombres y con él, los sabores, olores y el timbre de la voz. Han aprendido de matemáticas simples. A calcular el alto de mis sombras por la hipotenusa de mis figuras corpóreas y sacan el cuadrado perfecto de mis bellos momentos con la facilidad que se devoran mi sonrisa. Caminan conmigo hasta cuando están vagas para salir. Me discuten con altanería filosofal mi existencia y luego se miran los adentros, señalan su hilo entre ellas y yo, y regresan a la conversación sobre la brevedad de un sorbo de café.
Mis tristezas están domesticadas. No le digan por favor a mis tristezas que las he transformado...
Desde ese día las trato como amigas que nunca fueron invitadas a la soledad de mi fiesta privada. Como las que se antojan de lo que comes, pero no te dicen, pero te miran fijamente hasta que le ofreces y con descaro de mentirosa artimaña te dicen “no, gracias”. Pero siguen mirando desde la esquina, como esperando tus migajas. Malditas amigas. Llegas a odiar tus tristezas porque no te abandonan y están esperando el mínimo momento para morder las felicidades que dejas caer transformadas en sobras de pan. Aprendí a ofrecerles mi felicidad con insistencia, ponérsela en la boca, repetir hasta el cansancio hasta que mordiera. Y entonces mi tristeza poco a poco se va contaminando de mi engreída felicidad. Sí, engreída. Porque también he aprendido que nos apasionamos las soledades como si nos fueran a retribuir la dedicación.
Las tristezas mías son ya mis amigas. Se visten con vestidos de flores que las obligo a oler. Las obligo a verse bellas. A que se desgarren conmigo en una película de muñequitos en ese momento donde la tristeza ajena salta de la pantalla como agresividad tridimensional, pero no, es mi tristeza que va a su rescate. Mis tristezas están en la almohada que acompaña mi cama, cuando nadie me acompaña. Mis tristezas se hablan entre ellas imitando una amistad cómplice de mis oscuridades. Pero su perversidad es mi perversidad. Entonces, me siento entre ellas a escucharlas, como niño que escucha abuelas hablar de historias viejas muy muy viejas. Esas, mis historias.
Mis tristezas han aprendido a usar perfume para disimular su hedor a mustio. Han aprendido a olvidar los nombres y con él, los sabores, olores y el timbre de la voz. Han aprendido de matemáticas simples. A calcular el alto de mis sombras por la hipotenusa de mis figuras corpóreas y sacan el cuadrado perfecto de mis bellos momentos con la facilidad que se devoran mi sonrisa. Caminan conmigo hasta cuando están vagas para salir. Me discuten con altanería filosofal mi existencia y luego se miran los adentros, señalan su hilo entre ellas y yo, y regresan a la conversación sobre la brevedad de un sorbo de café.
Mis tristezas están domesticadas. No le digan por favor a mis tristezas que las he transformado...
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