Cuando se habla de soledad se habla de espacio, de tiempo, de esperas incesantes sin respuestas. Se habla de apariencias de sonrisas sin vida y de caricias sin sentido, más allá del mínimo discrimen de sentirse a uno mismo. Esferas improvisadas de cordura retenida, de lágrimas de risa, de recuerdos que recuerdan las largas y hermosas distancias entre tu cuerpo y el cuerpo deseado. Pero la soledad es una oportunidad de saberse de uno mismo, sin ser de nadie. Pero como la sociedad donde habitamos nos susurra al oído que sólo eres, si eres de alguien, nos seguimos hundiendo en el gran sentimiento oceánico del cual nos hablaba Sigmund Freud. Y el siguiente pensamiento, sólo es una lágrima de esas muchas que ustedes lloran en sus espacios…
En ese rincón de la habitación
donde has perdido al gran habitante,
donde has regalado a una sombra
tus caricias, dándolas por vencidas,
ante la ilusión de tener dueño.
En ese espacio sin sentido
al que le robaste el habla
y le entregaste el llanto.
Ahí donde la luna regala penumbra,
Donde el sol es sólo sarcasmo.
A ese rincón le regalo mi canto,
mis manos que pintan recuerdos,
mi amor que entraña pasiones prohibidas.
Y en ese rincón me amo conmigo
y sin ti.
Porque en ese momento es cuando
nuestra sombra es la vida y el cuerpo
solo huesos y distancia.
En ese momento tenemos que despertar
y seguir erguidos siendo algo más
que espacios.
Tenemos que ser tiempos.
Tenemos que ser color.
Tenemos que simplemente ser.
[Ya he limpiada tantas veces los espacios que los recuerdos ya no lloran ni padecen. Son ahora la filmoteca de pantalla y sin público, como siempre debería ser]